Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que lamentablemente consideramos común: la corrupción y su total normalización por parte de la sociedad.
Bien sabemos que la corrupción política es un cáncer social que ha infectado todas las estructuras gubernamentales en diversas partes del mundo, pero lo que aquí nos interesa analizar es sólo un aspecto específico de este fenómeno detestable: la complicidad de la sociedad hacia estos actos deplorables. En un mundo ideal inexistente, se supone que ante la facticidad de la corrupción, los pueblos se inclinarían inmediatamente a rechazarla vehementemente. Pues no, no vivimos en ese mundo ideal, y hoy trataremos de comprender por qué tantas veces en nuestra historia los ciudadanos toleran e incluso avalan y aplauden la miseria propia de la traición que representa dotar de poder a un representante para que éste lo utilice pura y exclusivamente para su beneficio personal.
Evidentemente, esta forma patética de vida nos plantea interrogantes acerca de los motivos que llevan a la sociedad a aceptar con tanta naturalidad la corrupción de sus representantes políticos, en lugar de exigir transparencia y responsabilidad. Para comprender este asunto complejo, es fundamental examinar, en primer lugar, los factores que contribuyen a suavizar masivamente la crítica a la corrupción. Sin lugar a dudas, uno de los principales motivos radica en la desconfianza generalizada hacia todas las instituciones estatales politizadas y la sensación de impotencia por parte de los ciudadanos. Una clara representación de ello la encontraremos en la escena en la que Ricardo Darín interpreta al grandioso "Bombita Rodríguez" en la película Relatos Salvajes: tras reiteradas ocasiones en las cuales el gobierno municipal le retira el vehículo con la grúa por estar "mal estacionado", y ante la demostración del protagonista de la imposibilidad de saber que se encontraba en infracción puesto que los bordes de la calle no estaban pintados de amarillo, el empleado estatal, con desidia, violencia y desdén sólo le ofrece como única solución callar y pagar la injusta multa. El resto es historia: Rodríguez, harto y asqueado con un sistema institucional totalmente corrupto y agresivo, haciendo uso de sus conocimientos sobre explosivos, detona su propio vehículo en la playa de estacionamiento de vialidad provocando una explosión gigantesca avalada profundamente por una sociedad cansada de ser maltratada.
Recordemos que Zygmunt Bauman señaló reiteradamente que en las sociedades caracterizadas por la liquidez, es decir, por las relaciones sociales debilitadas, volátiles y efímeras, la confianza en las instituciones se desvanece, facilitando inmediatamente la aceptación de comportamientos corruptos por parte de los inútiles funcionarios de turno. Sumado a esto, se avizora con claridad la falta de transparencia en la gestión pública y la opacidad en el uso de los recursos de los contribuyentes para la ejecución de gastos absurdos, concesiones innecesarias y licitaciones irrisorias que han normalizado la atroz costumbre de triplicar los precios de los productos adquiridos, cuando es el Estado el que paga. En una situación en la que los ciudadanos carezcan de acceso a la información para fiscalizar las acciones de sus gobernantes, se entendería que exista un abuso de poder permanente y malversación crónica como práctica cotidiana. Pero no, no nos mintamos a nosotros mismos, no vivimos en tiempos en los cuales escasee la información y justamente por ello es que nos resulta paradójico, desde un punto de vista filosófico lo siguiente: sabiéndolo, viéndolo, conociéndolo, ¿por qué callamos?
Sin dudas existe una erosión de la ética pública y la moralidad política, pero no alcanza con enunciarlo desde un atril con megáfonos que nadie oye. No, primero es necesario que todos nosotros, no sólo ésto que ahora llaman "la casta política", todos, admitamos que es imposible contar con dirigentes decentes cuando nosotros estamos inmersos en valores individualistas, egoístas y vaciados de sentido ético en pos de un atisbo de bien común. En otras palabras, querido lector: no podemos exigir pulcritud del político si nosotros mismos estamos embarrados hasta el cuello ya que los funcionarios no nacen de una lechuga ni vienen de otro planeta, sino que son el reflejo del tipo de sociedad que hemos conformado todos.
Recordemos que hasta hace poco tiempo en nuestra historia se creaban honorables consejos de participación política en los que participaban miembros de todas las clases sociales, y su único objetivo era contribuir a solucionar muchísimos problemas que la comunidad sufría y, mediante ellos, los gobernantes eran informados para prestarse a ponerse en acción. Dicha participación, en casi todos los casos, eran ad honorem, gratuitos, y no existía este patético afán utilitarista y mediocre que formar parte de la política con el fin de conseguir un cargo y vivir de ello por siempre. No, se trataba de un compromiso desinteresado desde lo económico y sumamente interesado desde lo comunitario para que todos podamos vivir un poco mejor, contando con el apoyo y la solidaridad de una comunidad que no estaba completamente detonada como en la que hoy vivimos.
Nada de ésto es casual y fortuito, puesto que en los balances de gastos de los estados se encuentra explicitada la factura de gastos desproporcionados e innecesarios en propaganda política mediante la manipulación mediática que en lugar de ser un cuarto poder, es directamente accionista y ente recaudador del Estado. Mediante las pautas a medios de comunicación se logró normalizar la corrupción ya que al estar controlados por intereses políticos y económicos de manera crónica y sistemática, han tendido a minimizar o incluso trivializar los escándalos de corrupción, con la única finalidad de desviar la atención de la opinión pública hacia otras cuestiones totalmente irrelevantes: hagan la prueba, cuando noten que los medios están cubriendo por más de cinco días un caso policial, es porque se está girando el foco. Esta pervertida estrategia conocida como distracción mediática no tiene otra intención que debilitar el pensamiento crítico y perpetuar la impunidad de los actos de corrupción de los bandidos de guante blanco que jamás pisan una prisión (ni la pisarán).
Llegados a este punto, es preciso que nos preguntemos ¿cómo combatimos la complicidad social hacia la corrupción política? La verdad es que en un artículo de reflexión en un medio de comunicación gráfico es prácticamente imposible dirimirlo en su totalidad. Ahora bien, podemos intentar acercarnos al problema: fortalecer los mecanismos de control y rendición de cuentas con las herramientas disponibles, hermosas por cierto, pero a propósito puestas en desuso. Asimismo es preciso que los ciudadanos participen de forma activa y racional: indignarse viendo televisión, repetir sin pensar lo que dice un periodista, enojarse en redes sociales, compartir como autómatas noticias no forman parte de las acciones necesarias, si es que uno quiere dejar de ser un mezquino borrego contribuyente y funcional a la patética decadencia social en la que estamos enterrados.
No, la idea es que pensemos en qué podemos ser útiles para los demás y no temer de ninguna represalia por querer hacer lo correcto. Si, lo sé, va a haber resistencia, porque nos hemos acostumbrado a que todo aquello que sea noble y bueno, sea peligroso y molesto porque intentar construir una cultura cívica basada en la honestidad, la integridad y el compromiso será siempre una alerta para aquellos que viven de lo incorrecto y que ganan poder y dinero de lo perverso. La cultura de la transparencia empieza en casa, siempre: no pretendamos que venga un mesías representante del pueblo a dar vuelta la tortilla en soledad, eso es una ilusión, un relato que siempre termina mal puesto que aquí de lo que se trata es que usted y yo dejemos de formar parte de lo que Edmund Burke afirmó con tanta claridad: "Para que el mal triunfe, sólo es necesario que los buenos no hagan nada". ¿Te animas? ¡Vamos!