Por: Federico Chaine
fedechaine@hotmail.com
Era junio, verano en el hemisferio norte. Me encontraba residiendo en
Valencia, España, cuando observé un mapa y ahí nomás, casi en la otra vereda
cruzando el Estrecho de Gibraltar fijé la vista en Marruecos, uno de los países
árabes del norte de Africa. Un vuelo de solo dos horas desde Madrid me dejó en
Marrakesh, la ciudad más visitada e internacional del país. Se ubica en el
corazón del Atlas, como se denomina esa zona del desierto marroquí. El aire
seco y caliente me envolvió ni bien pisar la escalerilla para descender a la
pista y caminar hasta la sala de inmigraciones del aeropuerto Menara. Ingresé
sin problemas. Teniendo pasaporte argentino no se necesita visa. Fui a retirar
la mochila de la cinta transportadora y había un ovejero alemán caminando sobre
los equipajes y olfateando en busca de drogas o explosivos. (quince días
después de este viaje hubo un atentado suicida en el aeropuerto de Estambul) No
tuve mejor idea que sacar el teléfono para hacerle una foto al hacendoso
animal. Logré dos tomas pero uno de los policías me vio. Se acercó con gesto
adusto y en francés, el idioma más hablado junto al árabe y el bereber, me
pidió el celular. El mismo borró las fotos y tras mirarme con cara de pocos
amigos volvió a su puesto.
Busqué la salida aguardando el
acoso de los taxistas para ir al centro de la ciudad pero apenas un par
insistieron. Cuando me vieron caminar hacia el bus 19 de Alsa que te lleva por
solo 3 euros (30 dirhams marroquíes) declinaron sus ofertas. En solo 10 minutos
ya estaba en la parada de la plaza Jemá El Fná, punto neurálgico de Marrakesh.
Con plano en mano y tras pedir algunas indicaciones fui caminando hasta mi
hostel, el Dream Kasbah, ubicado en la zona más tradicional de la Medina, el
asentamiento donde se fundó la ciudad en el año 1062 por bereberes procedentes
de Mauritania.
Me ubiqué en mi habitación mixta
compartida de seis camas, me bañé y salí a recorrer. Las laberínticas
callejuelas se convierten en mercados al aire libre donde encontrar todo tipo
de alimentos frescos. En las improvisadas carnicerías algunos animales eran
distinguibles pero había otros que no pude adivinar su origen. Llamó mi
atención la gran cantidad de gatos que pululan por las calles, superando en
número a los perros. La gente les da de comer y a veces juega con ellos. La
mezquita de la Kasbah fue mi primera parada ya que estaba a pocas calles del
hostel. Es uno de los templos más importantes. Desde allí, todavía adaptándome
al caos de tráfico vehicular, carretas de paseo, motos y peatones, fui a la puerta
Bab Agnaou. Marrakesh era, y es, una ciudad amurallada y se ingresaba por estas
puertas ubicadas a lo largo de la amplia pared que rodea toda la Medina. Crucé
al cementerio de Sidi Es-Souheyli pero un policía me impidió el paso y sacar
fotos en el lugar. Por una amplia avenida bordeé el Palacio Real que estaba
fuertemente custodiado.
Un experto el hombre. Caía la noche y el olor a comida de los distintos puestos callejeros se hacía notar en el aire. Comer aquí es la opción más económica y autóctona. La plaza también está rodeada de cafés para extranjeros. El más conocido es el Argana que se hizo tristemente célebre cuando en 2001 un fundamentalista se inmoló en su interior matando a 17 personas en el atentado.
Al día siguiente me interné en
los zocos para buscar la Madraza de Inb Yusuf. Me perdí cual laberinto borgeano
en versión árabe para darme cuenta de que en un momento estaba dando vueltas
sobre mi mismo. Con paciencia fui sorteando los puestos de ropa, lámparas,
teteras, tallas en madera, especias, alfombras, boticarios de exóticos
productos relacionados con la brujería y la magia negra que una mente
occidentalizada no puede imaginar hasta verlo con sus propios ojos. Por fin
unas letras pintadas en una herrumbrosa pared me indicaban que estaba cerca de
mi destino. Las madrazas son escuelas teológicas donde se les enseña el Corán a
los jóvenes. Es la única de Marrakesh y una de las mayores del país. Tras
diversas modificaciones fue reconstruida en 1565. Es un edificio de dos plantas
con 132 habitaciones y celas austeras donde vivían y estudiaban los alumnos.
Todas las ventanas dan a un patio central con estanque para las abluciones
hecho en mármol de Carrara. Los azulejos, grabados geométricos y versos del
Corán en las paredes me recordaron al Taj Mahal en la India. La sala de oración
esta decorada con un impactante artesonado de madera de cedro tallada con
arabescos, motivos vegetales y citas coránicas. Allí me encontré con una pareja
de cordobeses que venían de hacer el camino a Santiago.
Despertaba curiosidad entre la
gente cuando me hacía fotos con el trípode. Ya sabemos que viajando solo no hay
quien te retrate. No soy muy fan de las selfies, salvo caso de emergencia (con
la máscara de Tutankhamón en El Cairo). No se puede documentar todo un viaje
con selfies. Prefiero los planos abiertos donde se vea el paisaje y el sujeto
en segundo plano. No al revés. Emergí indemne de los zocos y para tomarme un
respiro fui a tomar el té al hotel de lujo La Mamounia. La infusión tradicional
de Marruecos es el té de menta. No permiten ingresar con short ni trípode al
establecimiento. Me senté en la terraza rodeada de jardines y un amable
camarero me trajo la bebida en bandeja y tetera de plata acompañado por tres
dulces de chocolate. Se sirve en vaso, no en taza. Al finalizar caminé por los
amplios espacios verdes del hotel fundado en 1923 donde se alojaron, entre
otros famosos, Sir Winston Churchill y Charles De Gaulle.
Programé un día completo para
viajar a Casablanca buscando el aire salobre del Océano Atlántico y para
conocer la histórica ciudad que se hizo famosa a través del film homónimo de
1942 protagonizado por Humprhey Bogart e Ingrid Bergman. Una travesía de tres
horas surcando el desierto y las montañas del Atlas me dejó en la estación de
Casa-Voyageurs. Desde allí un taxi al Rick`s Café donde se desarrolló gran
parte de la película (filmada en estudios) Está muy cerca del puerto. La
atmósfera años cuarenta está perfectamente lograda con las mesas, manteles y
mobiliario que decoran el lugar. Un piano, no el original donde tocaba Sam,
domina el centro de la escena. Era una mañana calurosa y tomé un jugo de
naranja en la barra mientras evocaba escenas del clásico hollywoodense. Salió
bastante caro: 40 dirhams. Diez veces más que en la plaza Jemá el Fná pero
pagaba el ambiente y la mística, por supuesto. Una caminata de 10 minutos me
llevó al otro ícono de Casablanca: la Mezquita de Hassan II. Es la segunda más
grande del mundo árabe tras La Meca y su minarete de 200 metros el más alto de
la tierra. Está emplazada junto al mar y las olas rompen en la base del sacro
edificio. Me remojé en las aguas atlánticas observando el faro al final de la
bahía y al anochecer regresé al desierto.
Otra de las visitas obligadas es
a los Jardines Majorelle que están ubicados en la ciudad nueva o Gueliz, fuera
de las murallas. Todas las construcciones son de color rojizo. Edificios
públicos y privados, casas, restaurantes y tiendas. Se conoce a Marrakesh como
la ciudad roja por el color de la tierra que la rodea. Si ponés una pinturería
lo tenés fácil: solo hay que trabajar
ese color. El pintor Jaques Majorelle (1886-1962) construyó su casa-atelier y
en los terrenos lindantes fue creando jardines con plantas exóticas de diversos
lugares del mundo. Tras su fallecimiento la casa quedó abandonada. En 1980 el
modisto Yves Saint-Laurent, quien amaba Marrakesh, compró la casa y vivió en
ella hasta su muerte en 2008. Sus cenizas fueron esparcidas en estos jardines.
La casa destaca por su distintivo color azul cobalto, creado por Majorelle para
semejar los tonos del mar Mediterráneo.
Además de los hoteles clásicos
existen también los Riads, para aquellos que pueden pagarlo. Solo para curiosear
visité La Sultana, uno de los más exquisitos y refinados. Está ubicado en pleno
bullicio de la Kasbah pero nada más ingresar el ruido queda atrás para
sumergirte en una atmósfera de sosiego. Posee hamman, spa, piscinas, boutiques
con marcas de lujo, biblioteca y restaurante en la azotea. Salí decidido a
darme un gusto y fui a un hamman, no tan lujoso como el de La Sultana pero con
trato al cliente que no tenía nada que envidiarle. Se llamaba Les Bains de La
Alhambra. Una señorita me bañó con agua muy caliente y me embadurnó con unas
cremas aromáticas. Me dejó allí mientras hacía efecto y a los diez minutos
apareció otra chica que frotó todo mi cuerpo con un guante exfoliante. Me salió
tanta piel muerta que parecía una iguana mutando. Me lavó completo y pasé a una
sala con luz tenue y música ambiental donde masajearon mis piés mientras bebía
un preparado de hierbas. Otra mujer colocó una toalla caliente en la cabeza y
rostro. Salí de allí relajadísimo. Un final ideal para un viaje muy
recomendable al centro de la milenaria cultura bereber.