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"Trapiiito, Trapiiito"



Lo más osado que se permitió ayer Marcelo Barovero fue golpearse el pecho. Una, dos, tres veces. Ocurrió cuando el partido se paró para que el homenaje fuera completo: el "Trapiiito, Trapiiito" atronaba en el Monumental, mientras él abrazaba compañeros que le salían al paso para despedirlo y Augusto Batalla esperaba a un costado para reemplazarlo.


Su gesto, mínimo, le habrá parecido gigante; Barovero es un hombre al que no le gusta exteriorizar sus emociones, como si ser el foco de atención de 40 mil personas le diera igual que elegir la mermelada en la góndola del supermercado. Pero ayer esa regla bamboleó: la mirada húmeda casi se transforma en llanto en ese instante final. Pero no, Barovero se tragó las lágrimas; o las guardó para la intimidad, vaya a saber.

La tarde, su tarde, había empezado cuando el estadio era todavía una mole en espera. Zapatillas blancas, pantalones largos negros y campera roja. Fiel a su estilo, entró a hacer el calentamiento casi como si fuera uno más de los miles de hinchas que llegaron al Monumental a rendirle tributo. Faltaban 40 minutos para el comienzo del partido.
El hombre que iba jugar por última vez en este estadio con la camiseta de River empezó a elongar cuando, de pronto, alguien apretó play en la sala de control. Entonces, el video-homenaje copó la escena: Barovero contra Gigliotti, la noche del partido de la Sudamericana, fue el hit de la sucesión de atajadas elegidas por el editor. El aplauso inicial fue creciendo hasta transformarse en ovación, y el Monumental abandonó por un rato la sensación de que ayer aquí no se jugaba nada.
Lo que se jugaba, en todo caso, era la carta del agradecimiento a un flaco piernas largas que se va del club después de cuatro años inolvidables. Él, tímido como siempre, apenas levantó los brazos un par de veces para agradecer el "Trapito, Trapito", que bajaba como un himno desde las tribunas.
Barovero salió de River para entrar en el salón dorado de sus arqueros. Será cuestión de gustos definir qué lugar ocupará allí, pero tras cuatro años, 167 partidos oficiales, seis títulos y un liderazgo que no necesitó grandicoluencias ni impostaciones, este muchacho sencillo de 32 años podrá conversar con Amadeo Carrizo, Pato Fillol, Nery Pumpido. Los hinchas sabrán quiénes más pueden sentarse a esa mesa: una silla es de Barovero.
Esos hinchas, incluso, estuvieron concentrados ayer para cumplir un objetivo: aplaudirlo sostenidamente cada vez que tocaba la pelota. Al final, la cuenta llegó a 16 veces más las tres ovaciones puntuales: en el calentamiento, cuando la voz del estadio dio las formaciones y en el momento en que dejó la cancha.


Lo último que hizo sobre el césped fue regalarle sus guantes a Marcelo Gallardo, algo que simboliza el tipo de relación que supieron construir. A quién se los pasa el entrenador es un tema que desvela a River ahora: no será fácil jugar a la sombra de quien ahora se ganará el pan en otras latitudes: ¿Veracruz? ¿Monterrey? ¿Celta de Vigo? Adonde vaya se llevará su estilo sin estridencias, bien diferente del que en una época le pedía su representante: "Volá más, Marcelo, así te ven". Se llevará, también, sus pequeños ejercicios para controlar la ansiedad, una técnica que le sugirió un psicólogo cuando jugaba en Vélez.
El hijo de un verdulero de Porteña, esa pequeña localidad cordobesa donde nació, se guardó para sí un último instante. El Monumental ya era cemento mudo cuando él lo cruzó de nuevo para subir al auto e irse a su casa. En silencio, ¿o alguien podía imaginar algo distinto?

Fuente: Nación
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